Escribo esto al tiempo que
escucho esa voz tan característica… Buenas
noches, buenas tardes aquí en Seattle, quintetos oficiales confirmados por
parte de los dos equipos… Es uno de los mejores recuerdos que tengo relacionados
con la NBA: la final de 1996 entre los Chicago Bulls de Michael Jordan y Scottie
Pippen y los Seattle Supersonics de Gary
Payton y Shawn Kemp, con George Karl y Phil Jackson en los banquillos. Creo que es la única final que he
visto completa en directo, de madrugada. A pesar de que tenía que levantarme a
las ocho para ir a clase, no me perdí ni uno de los seis partidos de la serie.
Fue un 4-2 para los Bulls, el cuarto anillo de Jordan, primero del segundo three-peat que consiguió tras su regreso
en marzo del 95. Los comentaristas para Canal+ de esa final eran Andrés Montés y un imberbe Antoni Daimiel, recién estrenados en el
puesto esa temporada (aquel era su segundo viaje juntos, tras el All Star de
San Antonio, primera ocasión en la que Montes pisó suelo estadounidense, a
pesar de que bien pudiera haber pasado por nativo del Bronx). Aunque siempre
fui de noctambulismo fácil, recuerdo aquellas madrugadas como una pelea entre
el inevitable sueño y la vigilia emocionada. Algo tuvo que ver Andrés Montes en
la resistencia. Cómo iba uno a dormirse pudiendo vivir la magia del basket al ritmo de ratatatatas.
Para qué irte a la cama si ibas a seguir escuchándole aún con la televisión
apagada. Lo mejor era quedarse y disfrutar con él.
También narró Andrés Montes,
junto a Iturriaga y De La Cruz, el Mundial de baloncesto de
Japón que consiguió la generación de oro a finales del verano de 2006; los ET (Pau Gasol), Mister Catering (Calderón), Mojo Picón (Sergio Rodríguez), Multiusos (Garbajosa), Espartaco (Felipe Reyes) y compañía, todos ellos
renombrados por el mayor fabricante de motes del periodismo español. Aquella
victoria ante los griegos sucedió meses después del debut futbolístico de
Andrés en el Mundial de Alemania, donde bautizaría el juego de la selección española
de Luis Aragonés con ese tiki-taka que hoy ya conoce el mundo
entero. Y es que la voz de Andrés Montés va unida durante las últimas décadas a
grandes momentos relacionados con el deporte, en especial con el baloncesto y el
fútbol. Suyos son conceptos y frases que hoy todos utilizamos, y suyo es el particular
estilo que originó una nueva manera de narrar que lo mismo incluía un
comentario relacionado con el cine o un plato de pasta que una parrafada sobre
lo aburrida que es Atlanta o sobre el mejor club de jazz de Chicago. Todo un
documento las caras de Daimiel, sempiterno compañero de batallas, escuchando
durante los tiempos muertos las ocurrencias improvisadas de Andrés. Para la
historia frases como “¿Por qué en la foto
de boda sólo sonríe la novia?” o “¿Qué
tenemos que hacer para salir del club de las calabazas?”.
De madre cubana, padre
gallego y corazón colchonero (algunos dicen que deportivista), Andrés Montes
pasó de pantalón corto a tiro largo en el Madrid de los años 60, en las calles
del barrio de Argüellles, en una España racista que no se sentaba junto a él en
el autobús. Porque Andrés era un niño negro (así le llamaron siempre sus
amigos, El Negro). Con el paso de los años, la piel se fue aclarando, al tiempo
que las mentes se abrían y las faldas se acortaban, y Andrés se convirtió en un tipo exótico que iba a todos los sitios
con sombrero y pajarita. Llegaron los comienzos en la radio. Retransmitió para
la Cope el Mundial de Fútbol de Naranjito, trabajó con José María García y Siro
López. Después vino la televisión y la NBA, primero con Santiago Segurola,
luego ya y siempre con Daimiel. Pero no fue hasta el año 2006 y su fichaje por
La Sexta cuando Andrés se hizo popular entre la masa espectadora. Narró el
Mundial junto a Julio Salinas, dejando otra perla, el dónde están las llaves que la gente repetía una y otra vez cuando
le reconocían por la calle. Y después fabricó el fútbol con fatatas que durante tres años le llevó por los campos de
una España que elevó a Andrés a la categoría de fenómeno.
Cuentan quienes mejor lo
conocieron que roncaba como un demonio, que se lavaba muchas veces los dientes
a lo largo del día, que un día se quedó dormido narrando, que en una ocasión
firmó un autógrafo como Wayne Robinson,
y en otra como Pablo Milanés, que
vibraba con You get what you give de los
New Radicals, que era un entusiasta de la queja y a pesar de ello, un vividor, un
sibarita, un amante del buen yantar y el mejor vestir. Quienes mejor le conocen
destacan que era un hombre peculiar, anárquico, un tipo que hacía de la
improvisación su mejor arma creativa. “Un caos perfecto”, decía uno de sus
socios al día siguiente de la muerte de Montes, hace ya seis otoños.
Es difícil no imaginar cómo
hubiera contado él tantas cosas que han ocurrido desde entonces: el gol de
Godin en el Camp Nou para darle la liga al Atlético de Madrid, la titularidad
de los hermanos Gasol en el All Star del año pasado en Nueva York, la
descomunal exhibición de Pau en el Eurobasket de Francia este verano, la actual
excelencia de Curry y los Warriors, y tantas jugadas y partidos que él hubiera
narrado a su manera. Porque no era lo que decía, sino cómo lo decía. El estilo.
Eso que le hacía único y por lo que destacaba entre el resto de voces catódicas,
gustase o no. Lo que le permite perdurar en la memoria de todos los que le
escucharon al menos una vez, primero con sorpresa, luego con una sonrisa en la
boca, y finalmente con el agradecimiento de quien sabe reconocer al otro lado de
la pantalla la pasión por narrar que la vida puede ser maravillosa. Que cuando
uno se sienta delante de la televisión a ver un partido, el asunto consiste en
reír y pasárselo bien. Y en eso, Andrés Montes era un auténtico maestro. ¡Un jugón!