26 de noviembre de 2020

En el fisioterapeuta

 

No es cierto que un hijo venga con un pan debajo del brazo (alguna que otra pelotilla sí que se le acumula), aunque sí es verdad que después de cogerle un rato se te queda el brazo tieso como una barra de pan de ayer. Y luego está ese dolor de espalda que abarca desde las cervicales hasta las lumbares pasando por las dorsales y algún que otro músculo cuya existencia desconocía hasta la feliz llegada de la criatura. Y no olvidemos los gemelos y sus vecinos de arriba, los isquiotibiales. Dolores todos que obligan a visitar a un fisioterapeuta si no quieres que alguien termine por darte martillazos en la cabeza al confundirte con una alcayata.

Llamadle Ismael. A mi fisio, me refiero. Ismael parece un helado de nata, pequeño, de esos que en dos lamidas están ventilados. No es muy hablador, algo que es de agradecer, sobre todo cuando la cita es a las 4, una hora en la que debería ser ilegal no estar tumbado en el sofá de tu casa. En lugar de eso, me toca tumbarme en la camilla que el bueno de Ismael ha tapado con una servilleta gigante agujereada en uno de sus laterales. Imagino que es para colocar la cabeza, aunque pregunto por si acaso, no me vayan a haber pasado el teléfono de otro tipo de profesional. Me confirma que es para la cabeza y me pregunta dónde me duele. Mientras me quito la camiseta procedo a notificarle qué partes no me duelen con el fin de terminar antes y empezar así el masaje. Perdón, el tratamiento (probad a llamarle masajista a un fisioterapeuta, eso sí, probadlo al salir de la consulta, no antes). Convenimos en tratar en esta sesión la espalda (un poco de cervicales, un poco de lumbares) y también un ligero toqueteo de la pierna derecha, que es la que se me queda como dormida de cuando en vez a la altura de la corva, sobre todo después de balancearme a un lado y otro con el niño en brazos hasta que coge el sueño, que suele ser entre diez y cincuenta minutos después de iniciado el balanceo, por lo visto el único movimiento que por ahora le sume en un sueño profundo que dura hasta que regresa el apetito, con el apetito, el llanto, y con el llanto, el desvelo, mitigado emocionalmente (físicamente es una putada) por la ternura de ver mamar a tu hijo hasta que se vuelve a quedar sobado hasta que vuelve a tener apetito y vuelve a mamar y vuelve a quedarse sobado y vuelve a tener apetito y vuelve a  mamar y así todo el rato sin pausas ni comas que valgan.

Pero volvamos a Ismael. Primero me tumbo bocabajo, noto alivio en las lumbares, y un poco de dolor en algún punto, es lo normal, sino te duele algo parece que estuvieras pagando demasiado por un masaje, y no: es un tratamiento. Luego le da caña a los isquios y los gemelos, uf, ahí noto más dolor. Me dice que estoy cargadísimo. Le digo que he vuelto a jugar al tenis de forma regular desde hace un par de meses, poco después de tener al niño. Me felicita por la idea, si no fuera por gente como yo, no tendría la consulta llena. Me dice que me dé la vuelta. Al levantar la cabeza se me pega la frente a la servilleta. Me explica que va a descargarme un poco el cuello, que si me puedo poner la mascarilla detrás de las orejas. Pero pierdo el hilo, quiero decir, que se me cae al suelo el plastiquito ese que te permite no ponerte el hilo de la mascarilla detrás de las orejas (¿cómo se llama ese plastiquito?). Ismael lo recoge amablemente del suelo y me lo da y yo me lo guardo y me pongo el hilo por detrás de las orejas (otro dolor más, perfecto). Dudo si dejar abiertos o cerrados los ojos, sería incómodo mantener la mirada, pero también lo sería mirar hacia un lado como los protagonistas de un documental que miran a un lado de la cámara en vez de al objetivo, así que decido cerrar los ojos. Y entonces, el ombligo. ¿Se me habrá quedado alguna pelusa de algodón metida? Suele pasarme y hoy me he puesto camiseta negra (juro que me ducho todos los días, pero parece que tuviera en el ombligo un campo magnético que atrajese el algodón de las camisetas). Cruzo las manos y me las pongo sobre la tripa, así de paso la disimulo un poco  (la pandemia me está pasando factura en forma de algún kilito de más localizado en esa zona). Noto mucho alivio en el cuello y las cervicales, tanto que incluso me mareo un poco, me dice que es normal. Me sube los dedos casi hasta la coronilla, parece que me fuera a desencajar la cabeza. Bueno, pues ya está, me dice.

Y me da un beso en la frente.

No me da tiempo a reflexionar sobre lo que acaba de pasar. Enseguida se coloca a los pies de la camilla, como si no hubiera pasado nada extraordinario, y me dice que me va a enseñar unos estiramientos sencillos que tengo que hacer todos los días, eso me ayudará a estar menos cargado. Ignoro si el beso forma parte también del tratamiento. Dobla las rodillas, me dice, y ahora llévalas hacia el pecho, así, empujando un poco con las manos, mantén ahí unos quince o veinte segundos, sin tirones. Parece que fuera a poner un huevo tumbado. A los cinco segundos me acuerdo de que he comido alubias, a los diez segundos intento desdoblar las rodillas y decirle que ya he pillado el estiramiento, que ya lo hago yo en casa, pero Ismael, de frente a mí, me lo impide, aguanta, aguanta, es bueno si te tiran un poco las dorsales.

Entonces, al contrario que el beso, que llegó de improviso, sin suspense, se desliza fuera de mi cuerpo un pedo que se veía venir de la misma forma que ahora se ha ido.

Por suerte no hay olor. Me disculpo. Tranquilo, tranquilo, dice, no eres el primero ni serás el último. Él si que ha sido el primero, mi primer beso en la frente. Al menos el primero de un fisioterapeuta.