Vila-Matas estuvo en Sevilla. Hace tres semanas. El motivo era la presentación de Aire de Dylan, su última novela. Por la elevada concurrencia de personal en la salón de actos de la biblioteca Infanta Elena, más bien parecía que fuese a aparecer el mismísimo Bob. Lo cierto es que me gustó que un escritor como Enrique (tras una noche compartida me resulta difícil referirme a él por el apellido) atraiga al público. No sólo de Revertes vive el lector, el público lector. No debería. Entre los asistentes veo humanos de todas las edades y sexos. Jóvenes-con-barba-aspirantes-a-escritores, admiradoras veinteañeras (pocas), treinteañeros tardíos, parejas y tríos de amigas de mediana edad, hombres mayores, señoras que van a las presentaciones de la biblioteca como podrían ir al parque a dar de comer a las palomas. Enrique demuestra saber estar y entra en la sala diez minutos más tarde de la hora fijada (donde fueres haz lo que vieres). Me fijo en su pelo gris, tímido en la parte frontal. Pienso en un científico loco al que han sacado del laboratorio para que muestre al resto de la especie su última ficción. Me parece más bajo que la vez que lo vi en Barcelona hace años. Una mujer alta y rubia presenta al autor y a su novela con extrema brevedad: una frase de faja promocional de la que no consigo acordarme. Toma entonces la palabra el escritor-telonero. La toma y le cuesta soltarla. Sospecho que no soy el único que sospecho que aburre un tanto al personal, ávido de escuchar al cabeza de cartel. A mi lado tengo un hombre peculiar. El tipo suelta un par de “joderes” en voz alta, nadie entiende muy bien por qué. Parece contrariado de verdad, algo le molesta (quizá esperaba a Dylan, no a Enrique). El telonero termina su canción y por fin coge el micrófono la estrella de la tarde. Por un momento creo que va a empezar a cantar (más tarde le comenté la ocurrencia y me dijo que él lo pensó también cuando le cedieron la palabra, pensó en cantar Cocaine Blues, pero no le pareció prudente hacerlo sin el acompañamiento de una armónica). En lugar de entonar a Dylan, Enrique habla de su novela, de las realidades y ficciones que la pueblan. Alguien del público levanta la voz de repente para decir que no se oye (y sí que se oye). Enrique cuenta un par de anécdotas, suenan divertidas, como todo lo cómico que se cuenta con seriedad. Alguien del público se levanta ahora, el mismo hombre que no oía hace dos minutos. Sigue sin oír. Dice que lo siente pero que se va, que es incapaz de escuchar nada. Con dos cojones sevillanos. Un tipo a mi lado comenta que este hombre es un clásico en las presentaciones de la biblioteca. Por lo visto siempre representa la misma escena: acude, dice que no oye, se levanta y se va. Demostrado queda que Enrique contagia a todos. No sólo sus lectores se vuelven vilamatianos. También su público.
Empieza a dolerme la espalda. Quiero que termine ya la presentación para irme a casa con la mochila cargada de libros. Cinco en total, para alegría de mis cervicales. Iba sólo a por uno de DeLillo (que al final no he podido leer), pero me llevé otros cuatro que fui descubriendo en la estantería dedicada a la letra V (de Vendetta y de Vila-Matas). Y todos los libros que cogí, curiosamente, tenían algún tipo de relación con Enrique. Dos libros de Juan Villoro (amistad y admiración mutua), la primera novela de Manuel Vilas, de la que no había oído hablar (aquí la relación sólo es semántica, lo reconozco) y por último un libro de un tal Villiers de L`isle-Adam. Es un libro de relatos, Cuentos crueles, y en uno de ellos dice un personaje lo siguiente: Tengo mis razones para no escribir ni un libro, para no imprimir ni una línea que pudiera hacer pesar sobre mi futuro la sospecha de tener alguna capacidad... Detrás de mí, sólo quiero la nada. Poética vilamatiana.
Cuando salimos juntos de la biblioteca le comenté la jugada a Enrique (no había oído hablar de Villiers, dato sorprendente en un hombre que conoce a todos los escritores del mundo porque les ha escrito él). Mientras tanto, el resto del público se quedaba para que un hombre muy parecido a él les firmara la novela a cambio de poco menos de veinte euros. Ese no era Vila-Matas. Yo me fui con el auténtico (la cursiva es de Vilnius). Con Enrique. A dar una vuelta por Sevilla.
- ¿Y de qué va la novela?
- No fotis.
- Era broma, hombre.
Le cogí el sombrero, me lo puse y le pasé la mano a Enrique por el hombro, como hacía mi abuelo conmigo cuando paseábamos por Las Ramblas.
- ¿Por qué en tus presentaciones siempre hay una mujer rubia cuya intervención es prescindible?
Le sorprendió la pregunta, lo intuí en el movimiento de sus cejas.
- ¿No pasa lo mismo en todas las presentaciones?
- Puede ser... No, por allí, mejor –le interrumpí- es más bonito el camino – no sabía muy bien a dónde le llevaba, quizás era mejor que me llevase él- Oye, me ha gustado eso que has dicho de que hay escritores que transforman la mirada del lector, su comportamiento, que al terminar el libro se vuelve chejoviano, kafkiano, borgiano. Es justo lo que pasa contigo: vuelves a tus lectores vilamatianos. Y a tu público...
- O antivilamatianos -dijo él- No he escuchado bien a ese señor, qué ha dicho cuando he citado la frase de Scott Fitzgerald.
Enrique se refiere a uno de los motores de la historia de su novela: “Cuando oscurece, todos necesitamos a alguien”. Enrique citó la frase en la presentación y se preguntó en voz alta, como el personaje de su novela, quién sería a el autor. Y el señor, el de los “joderes”, había contestado con un grito: ¡Coca-Cola! Nadie se rió. A nadie le dio tiempo a mirar atrás para ver quién había sido. Cuando giraron sus cabezas ya sólo quedaba el eco de la osadía. Una señora me miró con mala cara, acusándome. La verdad es que la frase tenía su gracia y bien podía ser el lema de un anuncio chispeante. Aunque claro, le quitaba toda la solemnidad al momento. A la frase misma.
- Pues sí que tiene gracia, coño –reconoció Enrique antes de sacarse la pitillera y ofrecerme un cigarrillo.
- ¿Conoces Sevilla?
- Claro, joder.
Tenía razón con molestarse. La pregunta era un poco estúpida. Seguramente habría estado en la ciudad cuarenta veces.
- Pues tú dirás a dónde quieres volver.
- Sorpréndeme.
- No sé, no te conozco. Si te conociera no me inventaría esta crónica, la viviría. Y sabría dónde llevarte. La escribo para imaginarme cómo sería pasar una noche contigo. Lo mismo descubro que me caes fatal, suele pasar.
- No conmigo.
Me apetecieron unas puntillitas. Le llevé a una freiduría creyendo que le gustaría (mira tú qué tontería). Lo regamos todo con dos jarras de cerveza. Se notaba que había gente que reconocía a Enrique, pero nadie se atrevió a acercarse hasta que se plantó delante de nuestra mesa una mujer de unos sesenta años con una rosa prendida en el pelo. Pensaba que Enrique era un torero, no recuerdo el nombre que dijo (mi memoria es mala, por eso invento). El caso es que se llevó ese nombre caligrafiado en una servilleta por Enrique, escritor y torero. Cuando se marchó la señora empecé a hablar de la noche en que soñé con Enrique. Le hizo gracia, no sé por qué. Y esa era la clave para demostrar que yo estaba en lo cierto.
- Te soñé hace un par de años, más o menos. Tomábamos café en el Corte de Inglés de Valladolid, el de Constitución. Parecía que nos conociéramos de toda la vida, así, igual que ahora. Comenté este sueño en mi blog, en un texto en el que hablaba sobre El viento ligero en Parma, y alguien, supuestamente tú, me dejó un comentario, no recuerdo exactamente qué decía, ya lo miraré cuando escriba la crónica, pero algo así como tratas de llevar la cultura hacia el límite y que las citas son un motor para tu escritura. Supuse que el comentario no lo dejaste tú porque ya me dirás por qué narices ibas a leer mi blog.
- ¿No crees que fuera yo el que dejó el comentario?
- Es evidente que no fuiste tú.
Ahí quedó el tema. Se bebió de un trago lo que quedaba de jarra, casi la mitad de un recipiente de un litro.
- Me debes una lectora –le advertí cuando terminé con la última puntillita.
- ¿Mande?
- Hace tiempo, en otro comentario del blog, una mujer me decía que había empezado a leerte gracias a un post mío. Así que me debes una lectora.
- ¿Me la cambias por una copa?
- Sí, pero aquí no hay locales donde se cante fado, a ver dónde vamos.
- Tabucchi sabría dónde ir.
Se levantó una violenta ráfaga de viento que despojó del sombrero a Enrique. Corrí a por él como si fuera su ayudante o su guardaespaldas.
- Quizás tendrías que haber dejado que el sombrero se perdiera –dijo con un gesto melancólico- A lo mejor él nos indicaba el camino.
- Mira, ya tienes motor para tu próximo libro. Puedes hablar de Chesterton, de Simenon, de Miguel Mihura, de Antonio de Alarcón, de Julián Ríos, de Ray Loriga, de Oliver Sacks, de Terry Pratchett, de Juanjo Sáez, hasta de Jose Luis Coll o de Oriana Fallaci puedes escribir si quieres. Todos ellos escribieron un libro con la palabra “sombrero” en el título.
- Te olvidas de uno: Joan de Sagarra. De todas formas, yo voy a dejar de escribir, pero gracias por la idea –dijo muy serio- No me mires así, es verdad.
- Pues me vas a joder si dejas de publicar, porque siempre que leo un libro tuyo me entran unas ganas de escribir de la leche. Me pasaba lo mismo siempre que quedaba para charlar con un amigo mío de Barcelona. Hablábamos de literatura, sobre todo, de escritores, de los últimos libros que nos habían parecido una mierda, de los que nos habían gustado, de nada hablábamos. Después de verle me iba a casa corriendo y me ponía a escribir como un descosido.
- ¿Has vivido en Barcelona?
- Un par de años. En cierta forma me recuerdas a ese amigo y él me recordaba a ti. Murió hace unos meses. Lo encontraron en la playa, a la orilla del mar. Ya nunca voy a poder hablar con él, ni de literatura ni de nada. Él leía mis manuscritos, él era quien me decía que todo estaba mal. Dejó escrito algo, una especie de autobiografía. Quiero publicarla. Su familia me ha dicho que haga con eso lo que quiera –levantó las cejas sorprendido- En serio, sí, yo tampoco lo entiendo. No era escritor pero dice cosas mucho más interesantes que la mayoría de escritores. Podrías ayudarme a encontrar editor. Quiero titularlo Autobiografía de un muerto por causas conocidas. Quiero que sea una especie de bofetada en la cara (dónde si no), un recuerdo agridulce de lo que ya no somos. No lo leerá nadie con ese título, claro. Pero él lo dice todo ahí, en ese manuscrito que dejó, y lo dice mejor que nadie. El cabrón nunca me dijo que escribía.
De pronto se me ocurrió donde podíamos ir. Dónde teníamos que ir. A la taberna de Gonzalo Molina.
A Enrique le entusiasmó beber en un local apuntalado en el que el tabernero también es poeta, como todos los taberneros, pero éste con pruebas impresas. Nos sentamos en una de las mesas, literalmente: con la espalda pegada a la pared (la única que estaba libre de fotos, recortes y recuerdos) y los pies apoyados en los taburetes de madera. Gonzalo sacó una botella de whisky y se sentó con nosotros. Al poco apareció Luis. Don Luis Aguilar Astola, carbonero, editor y recopilador de juegos de todo el mundo. Le expliqué a Enrique que gracias a aquel hombre yo había podido publicar mi primer libro, hace cinco años. Brindamos por ello, yo con una mezcla de miedo y vergüenza. Lo último que quería es que Gonzalo o Luis sacaran de algún lado un ejemplar de mi libro (por la taberna, junto a otros libros que va dejando la gente, andan ejemplares de los libros que ha ido editando La Oveja Negra). No podía ser que lo primero que leyera Enrique de mí fueran esos cuentos escritos hace un lustro que a mi me parecía un siglo. Por suerte la conversación tomó una dirección futbolística. Enrique contó que había estado en dos ocasiones en el palco del Camp Nou, una con Nuñez y otra con Laporta. Con el primero simuló que era sobrino de Picasso y con el segundo se inventó que era sobrino de Miró. O al revés, no lo recuerdo bien. Después el diálogo derivó hacia eso que se llama el mundillo literario.
- Hace un tiempo –le dije a Enrique- se puso de moda citarte o escribir sobre ti. Entre escritores más o menos jóvenes, me refiero. Luego la moda fue que otros escritores no tan jóvenes criticaran negativamente esas citas o esos textos que continuamente hacían referencia a tus libros, no a los suyos. Ahora parece que empieza a llevarse entre algunos sacudirte, decir que eres un dinosaurio, que siempre escribes lo mismo, ya sabes.
- ¿Y qué nos quieres decir con eso? –dijo Luis medio enfadado, pensando quizás que no era lo mejor que se podía decir a Vila-Matas cuando te encuentras a Vila-Matas en la taberna donde vas cada día.
- No me molesta –dijo Enrique, estoy acostumbrado a las críticas, supongo que yo también hice lo mismo, no lo recuerdo –hizo una pausa para empaparse la voz de whisky, y añadió levantando la mano con el dedo índice extendido: Se sabe desde siempre que el carácter de un joven se forja en los rigores del combate.
- Pues no termino de entenderlo –dije yo, que iba ya por el tercer o cuarto whisky- Es como si quisieran que todo el mundo escribiera igual. Joder, ¡sería un puto aburrimiento! No sé, a mi me suena todo a cuotas de mercado. Deberíamos de escribir y punto. Pero claro, es que así no te lee ni Deu.
Bebimos mucho esa noche en la taberna. Bebimos como irlandeses. Y como yo, para bien y para mal, soy español, terminé por vomitar. Enrique aguantó perfectamente sin tener que recurrir al servicio (será porque es medio irlandés), aunque borracho iba. Tanto que pensé que al día siguiente, si Enrique se acordaba de las cosas que me dijo y sobre todo, del aspecto que tenía al final de la noche cuando lo dejé en su hotel, se avergonzaría de todo y me cogería ojeriza. O quizás pensase que todo había sido un sueño. O puede que quien soñó fui yo y Vila-Matas en realidad se quedó en la biblioteca firmando ejemplares, luego fue a cenar con algún amigo sevillano, con Fernando Iwasaki quizás, que andaba por allí. A lo mejor fui sólo a la freiduría y a la taberna de Gonzalo. A lo mejor de allí me marché a casa. Puede que fuera yo el único que se metió en la fuente de Plaza de Jerez y empezó a gritar ¡Marcelo, come here! mientras me desabrochaba la camisa. Quizás sólo yo subí a la estatua de la Plaza del Triunfo y empecé a recitar a Machado. Ni es descartable que fuese yo y nadie más que yo quien quería cruzar la calle Sierpes de rodillas hasta llegar a la cárcel en la que estuvo preso Cervantes (en la actualidad un edificio en el que los ladrones llevan traje y atan los bolígrafos a una cuerda). Espera, y a lo mejor fue a mi también, y no a él, a quien se le ocurrió lo del Palacio de Dueñas (esto mejor lo voy a dejar a la imaginación del lector, sólo diré que me vi en el calabozo por primera vez, o segunda, en mi vida. Eso sí, llegamos a tocar el limonero). Y lo mismo salió de mi cabeza el plan de recorrer las calles buscando los portales con placas de dentista para dibujar una cara de cerdo (quizás haya algún lector que además de lector sea abogado. No debe enfadarse, son cosas que pasan. Otros se dedican a cosas peores).
- ¿Qué proyectos tienes?
- ¿No irás a hacerme una entrevista ahora que está amaneciendo?
- Tranquilo, no será una entrevista, será una crónica ficticia, ya te lo he contado.
- Inventada.
- Qué remedio –dije- Como tus entrevistas para Fotogramas.
- Qué cabrón... Ten cuidado –le dio un hipo a Enrique en este punto- porque te dirán que escribes esa crónica sólo para asociar tu nombre a un escritor conocido. No pongas esa cara, coño, me conoce más gente que a ti, eso desde luego. Mira el salón de actos de la biblioteca, mucho público que ha tenido que quedarse de pie.
- Eso también puede significar que faltaban sillas –me miró fatal- ¿Sólo tú puedes bromear o qué? Gracias por el consejo, de verdad, pero no procede. Primero que no me importa qué puedan pensar o decir, y segundo que mi blog lo leen tres gatos, ni siquiera cuatro. Voy a escribir esa crónica porque me apetece. Punto. Además, demostraría más inteligencia, si lo que quiero es beneficiarme de la marca “Vila-Matas”, referirme a ti en el texto como “Vila-Matas” y no como “Enrique”. De esa forma llamaría más la atención. Subiría puestos en el google, quiero decir, cada vez que alguien teclease “Vila-Matas”. Al final, mira, me has hecho añadir tres “Vila-Matas” más (cuatro) de los que la mágica e instantánea naturalidad de la escritura había delimitado. Me haces caer en la tentación, Marcelo.
- No te preocupes, otros hacen cosas peores, ya lo has dicho un poco más arriba. Y la gente les admira. Les mira. ¿No es eso lo que queremos todos, lo que queremos los escritores? Que nos miren, que nos admiren, que nos lean, que nos follen.
Hizo una pausa porque una moto de Telepizza en dirección contraria estuvo a punto de atropellarle, a pesar de que Enrique minimizara el breve incidente que a punto estuvo de transformarse en accidente.
- Tengo una teoría –dijo para reanudar la conversación- Contéstame a esta pregunta: ¿qué prefieres preferir?
- ¿Esa es la pregunta?
- No, la pregunta es ¿prefieres que te lean o que te follen?
- ...
- ¿Escribes para que te lean o para que te follen?
Si bien los efectos del alcohol se van diluyendo lentamente con el paso del tiempo, prefiero que esta crónica termine aquí, casi de sopetón, de una forma más abrupta, por decirlo así. Hubo más preguntas similares a la anterior y teorías de todo tipo. Mejor que la inventiva de cada cual imagine su final para la noche. Mejor no contar lo que pasó a partir de ahora.
- ¿Por qué hablas en pasado de repente? –me interrumpe Enrique- ¿Y ahora en presente otra vez?
- ¿Y tú por qué te diriges a mi si yo le hablaba al lector?
- Touché.
Llegamos entonces al lugar donde nos dirigíamos, algo que no siempre sucede cuando el alcohol en sangre supera al oxígeno en el cerebro.
- ¿Dónde me traes, Leo? –dijo Enrique tras levantar la mirada.
- ¿Entramos?
Se dio cuenta de que no podía hacer otra cosa que entrar. Estaba escrito.
- Está bien, pero tengo que confesarte algo antes. No me he atrevido a decírtelo antes.
- Dime, Enrique.
- No me gustan las puntillitas.
- No te preocupes –recostó la cabeza en mi hombro- Te guardaré el secreto. Ahora vamos para dentro.
- ¿Aquí ponen de comer?
- Aquí ponen de lo que haga falta. Tira, anda, tira. Apóyate...