5 de octubre de 2013

Ébano, RYSZARD KAPUSCINSKI

"En algún lugar cerca de Gonder (llegaréis a esta ciudad de los reyes y de los emperadores de Etiopía, avanzando desde el Golfo de Adén en dirección a El Obeid, Tersef, N'Djamena y el lago Chad),encontré a un hombre que caminaba del Norte al Sur. Es, en realidad, la única cosa importante que se puede decir de él: que iba del Norte al Sur. Bueno, también se puede añadir que iba en busca de su hermano. Estaba descalzo, vestía un pantalón corto lleno de remiendos y, sobre los hombros, algo que en tiempos habría podido llamarse una camisa. Aparte de esto, tenía tres cosas: un bastón de caminante; un trozo de lienzo, que por las mañanas le servía como toalla, en las horas del peor calor, para protegerse la cabeza, y durante el sueño, para taparse; y, también, un receptáculo para agua, de madera y con cierre, que llevaba colgado del hombro. No tenía ningún dinero. Si la gente que encontraba a su paso le daba de comer, comía; si no, hambriento, seguía su viaje. Pero como había pasado hambre toda su vida, no había en ello nada de extraordinario. Se dirigía al Sur porque tiempo atrás su hermano había partido de casa precisamente en aquella dirección. ¿Cuándo? Hacía mucho. (Hablé con él valiéndome del chófer, que sabía cuatro palabras en inglés y toda referencia al pasado la definía con una única expresión: hace tiempo.) Él también caminaba desde hacía tiempo. Había partido de algún lugar cercano a Keren, en las montañas de Eritrea. Sabía cómo dirigirse al Sur: por la mañana tenía que ir directamente hacia el sol. Cuando se topaba con alguien, le preguntaba si no conocía a un tal Solomón (el nombre de su hermano). La gente no se extraña al oír semejante pregunta. Toda África se halla en constante movimiento, recorriendo caminos y perdiéndose. Unos huyen de la guerra, otros de la sequía, los de más allá del hambre. Huyen, deambulan, se extravían. El hombre que iba del Norte al Sur no era sino una gota anónima en una de las tantas riadas humanas que inundan los caminos del continente negro, perseguidas por el miedo o la muerte, o guiadas por la esperanza de encontrar un lugar mejor bajo el sol. ¿Por qué quería encontrar a su hermano? ¿Por qué? No comprendía la pregunta. Por una causa obvia, evidente por sí misma, que no necesitaba explicaciones. Se encogió de hombros. A lo mejor lo invadió un sentimiento de lástima por el hombre al que acababa de conocer y el cual, aunque bien vestido, era más pobre que él, porque le faltaba algo importante y preciado. ¿Sabía dónde se encontraba? ¿Que el lugar donde estábamos sentados ya no era Eritrea sino Etiopía, un país diferente? Esbozó la sonrisa del hombre que sabe mucho, en cualquier caso del hombre que sabía una cosa a ciencia cierta: que para él, en África no había fronteras ni países, tan sólo tierra quemada, en la cual un hermano buscaba a otro hermano