24 de febrero de 2022

Tiempo y energía

Una madre que le dice a su hija que no hable tanto, que se calle un poco, "que no paras de hacerme preguntas y voy aturullá, acabo de salir del trabajo, no me va a dar tiempo a..." (ahí ya he perdido la voz de la madre a mi espalda, que es lo que ha curvado la hija para quedarse mirando al suelo, cabeza gacha, callada).

No voy a caer en el error de criticar a la madre, no voy a ser tan capullo. No la conozco, no conozco a la hija, no conozco sus circunstancias ni su vida ni el día que llevan hoy.
Lo que me lleva a escribir esto es pensar que no puede ser. No puede ser la situación, no la reacción concreta de esta madre, que podría ser la de cualquier otra.
No puede ser que no tengamos tiempo ni energía ni ánimo para escuchar a nuestros hijos al salir del colegio, para oír sus preguntas. Es algo ya manido, ajado, que suena a lamento vacío, a queja hueca, algo sin solución, es el mundo en el que vivimos. Algo tan irremediable como obvio, pero es que hay muchas cosas obvias e irremediables que siguen siendo intolerables -o deberían serlo- por mucho que se hayan vuelto tan cotidianas como para pasar desapercibidas, como esos ruidos que no sabes lo molestos que eran hasta que dejan de sonar. Como tener que decirle a tu hijo que no te hable porque no puedes más.
Así que hacedme el favor de revolucionar por mí el mundo y el mercado laboral para no tener que mandar callar a Mario cuando empiece a hablar. Yo es que no tengo tiempo.

15 de noviembre de 2021

Festival


Me sucede lo mismo siempre después del festival, aunque vea pocas películas, como este año: me paso unos días mirando la realidad como si mi ojo fuese una cámara, todo es un fotograma, un plano, una escena, y a pesar de haber visto pocas, este año se intensifica esa sensación tras ver "La historia de la mirada", un documental de Mark Cousins basado en su propio libro.
Muy estimulante el docu, como todo lo que he visto de Cousins. Antes de empezar a verlo, se sienta una señora a mi lado:
- ¿Y entonces has visto muchas este año?
Le contesto que sólo cuatro.
- Pues mira, te digo alguna, que yo he visto más.
Y me ha recomendado cinco o seis pelis antes de que las luces se apagasen.
Me ha encantado la manera de hablarme, como si nos conociéramos de toda la vida, como si continuara una conversación empezada que hubiésemos tenido que dejar inacabada, ese "y entonces".
Amistades de festival que se quedan ahí, en la cola previa, en la oscura luminosidad de la sala, en el comentario improvisado a la salida, y hasta el próximo año.
Curiosamente, dos de las pelis que he visto tienen un hilo común que no se descubre hasta que se ve la película, la sinopsis no advierte de ello(con buen criterio): sus dos protagonistas, un hombre y una mujer, afrontan el duelo a través de una ficción que ellos mismos fabrican, una huida ficticia con la que hacer frente a la muerte de un ser querido (el director comenzó a escribir la película tras la muerte de su padre). Es lo mismo que hace un espectador que vea la peli estando en la misma situación que los personajes: usar la ficción como herramienta de evasión y supervivencia. Me ha encantado ese juego, y también haber escogido inconscientemente esas dos pelis sin saber que trataban sobre maneras de afrontar el duelo.

29 de agosto de 2021

Segunda primavera

Leo en el parque mientras mi hijo duerme. 

El viento me pasa las páginas, un viento que alivia ya el calor del último verano. Dicen algunos que aquí no hay primavera, que apenas dura lo que dura una feria, pero no es cierto, hay otra primavera después del verano, mucho mejor, porque alivia la vuelta de vacaciones, el temido regreso, el arranque de la temporada, el comienzo de un nuevo curso de cuadernos y bolis por estrenar, de libros por pintar, de planes viejos que buscan renovarse o morir. Este viento de naranjas verdes, de arena húmeda y sombrilla cerrada, de siluetas al sol, esta segunda primavera aligera la nostalgia del final del verano, prolonga ese final,  lo estira igual que se estira mi hijo al despertarse en su silla. Me mira, se quita una mosca caprichosa de la cara, trata de coger el viento con la mano, lo huele, intenta que la ráfaga no se lleve el sueño interrumpido,  vuelve a cerrar los ojos, y yo a abrir el libro. 

¿Qué sueña un niño de un año?

20 de mayo de 2021

Palomas

Según venía al parque con mi hijo, me he encontrado dos palomas en una plaza. Una estaba muerta, tirada en el suelo, de lado. La otra giraba alrededor de la muerta, se acercaba por un lado primero y después por otro, la tocaba con el pico. Parecía nerviosa, preocupada, como si quisiera hacer algo y no supiera el qué. 

Odio las palomas. Me dan mucho asco. No me gusta su aspecto ni el ruido que hacen ni la mierda que van dejando a su paso. Si tuviesen ideas, seguro que tampoco me gustarían. Pero he empatizado mucho con esa paloma, con la viva. Me ha dado mucha pena su aparente ignorancia, su desazón, verla dando vueltas alrededor de otra paloma muerta. Estaba como perdida. ¿Qué significará para ella ver eso, olerlo, sentir que otra de su especie no se mueve, no respira? 

Me ha dado por pensar en ideologías, en leyes, en derechos, en deberes. Sí, por una paloma. Una paloma muerta. 

Ese debería ser el único baremo, el límite de cualquier ideología: la muerte del otro, de un igual, por muy diferente que sea, por mucho que no nos guste su aspecto, sin importar el ruido que pueda hacer, el asco o el odio que podamos sentir. En caso contrario, los que vamos dejando mierda a nuestro paso somos nosotros. No hay que olvidar nunca que un muerto siempre deja a alguien dando vueltas a su alrededor, triste, desazonado, sin saber qué hacer. Perdido.

20 de diciembre de 2020

Seguir

 Hoy hace un año que me dieron la mejor noticia de mi vida dos horas antes de recibir la peor. Una contradicción de emociones radicalmente opuestas que se ha mantenido durante estos doce meses y que seguirá ahí siempre, aunque con una intensidad diferente, supongo. Una contradicción que partió mi vida en dos y se ha convertido en la esencia de un libro que ya está a punto de llegar a su fin. Sin duda es lo más duro y difícil que he escrito nunca, tanto por el proceso como por el contenido. Escribirlo me ha he hecho bien y me ha hecho mal (otra contradicción), pero era necesario. Ahora llega el momento de meterlo en barrica, que se oxigene cada frase, que el libro coja aroma, textura. Que se transforme en tiempo. Y a seguir, porque no se trata más que de eso, seguir. Y seguir, en mi caso, es escribir: donde quiera que tú estés, como dice una canción de La Cabra mecánica;  contra el frío y el miedo, como dice un poema de Alejandra Pizarnik. Pero seguir. 

14 de diciembre de 2020

Yonquis narrativos

En la "Biografía de la humanidad" de Rambaud y Marina se dice que "la evolución de las culturas se rige por una fuerza impulsora que mueve y dirige la acción: las necesidades, deseos, expectativas y pasiones humanas; hay un mecanismo que proporciona soluciones a los problemas planteados por esos deseos; y hay un sistema de selección que elige una de las soluciones y rechaza las restantes".

Es decir: deseo-conflicto-evolución, la base de toda ficción. Por eso siempre nos han gustado las historias, por eso las necesitamos. Son nuestra esencia, una herramienta básica para sobrevivir.

Somos yonquis narrativos.

26 de noviembre de 2020

En el fisioterapeuta

 

No es cierto que un hijo venga con un pan debajo del brazo (alguna que otra pelotilla sí que se le acumula), aunque sí es verdad que después de cogerle un rato se te queda el brazo tieso como una barra de pan de ayer. Y luego está ese dolor de espalda que abarca desde las cervicales hasta las lumbares pasando por las dorsales y algún que otro músculo cuya existencia desconocía hasta la feliz llegada de la criatura. Y no olvidemos los gemelos y sus vecinos de arriba, los isquiotibiales. Dolores todos que obligan a visitar a un fisioterapeuta si no quieres que alguien termine por darte martillazos en la cabeza al confundirte con una alcayata.

Llamadle Ismael. A mi fisio, me refiero. Ismael parece un helado de nata, pequeño, de esos que en dos lamidas están ventilados. No es muy hablador, algo que es de agradecer, sobre todo cuando la cita es a las 4, una hora en la que debería ser ilegal no estar tumbado en el sofá de tu casa. En lugar de eso, me toca tumbarme en la camilla que el bueno de Ismael ha tapado con una servilleta gigante agujereada en uno de sus laterales. Imagino que es para colocar la cabeza, aunque pregunto por si acaso, no me vayan a haber pasado el teléfono de otro tipo de profesional. Me confirma que es para la cabeza y me pregunta dónde me duele. Mientras me quito la camiseta procedo a notificarle qué partes no me duelen con el fin de terminar antes y empezar así el masaje. Perdón, el tratamiento (probad a llamarle masajista a un fisioterapeuta, eso sí, probadlo al salir de la consulta, no antes). Convenimos en tratar en esta sesión la espalda (un poco de cervicales, un poco de lumbares) y también un ligero toqueteo de la pierna derecha, que es la que se me queda como dormida de cuando en vez a la altura de la corva, sobre todo después de balancearme a un lado y otro con el niño en brazos hasta que coge el sueño, que suele ser entre diez y cincuenta minutos después de iniciado el balanceo, por lo visto el único movimiento que por ahora le sume en un sueño profundo que dura hasta que regresa el apetito, con el apetito, el llanto, y con el llanto, el desvelo, mitigado emocionalmente (físicamente es una putada) por la ternura de ver mamar a tu hijo hasta que se vuelve a quedar sobado hasta que vuelve a tener apetito y vuelve a mamar y vuelve a quedarse sobado y vuelve a tener apetito y vuelve a  mamar y así todo el rato sin pausas ni comas que valgan.

Pero volvamos a Ismael. Primero me tumbo bocabajo, noto alivio en las lumbares, y un poco de dolor en algún punto, es lo normal, sino te duele algo parece que estuvieras pagando demasiado por un masaje, y no: es un tratamiento. Luego le da caña a los isquios y los gemelos, uf, ahí noto más dolor. Me dice que estoy cargadísimo. Le digo que he vuelto a jugar al tenis de forma regular desde hace un par de meses, poco después de tener al niño. Me felicita por la idea, si no fuera por gente como yo, no tendría la consulta llena. Me dice que me dé la vuelta. Al levantar la cabeza se me pega la frente a la servilleta. Me explica que va a descargarme un poco el cuello, que si me puedo poner la mascarilla detrás de las orejas. Pero pierdo el hilo, quiero decir, que se me cae al suelo el plastiquito ese que te permite no ponerte el hilo de la mascarilla detrás de las orejas (¿cómo se llama ese plastiquito?). Ismael lo recoge amablemente del suelo y me lo da y yo me lo guardo y me pongo el hilo por detrás de las orejas (otro dolor más, perfecto). Dudo si dejar abiertos o cerrados los ojos, sería incómodo mantener la mirada, pero también lo sería mirar hacia un lado como los protagonistas de un documental que miran a un lado de la cámara en vez de al objetivo, así que decido cerrar los ojos. Y entonces, el ombligo. ¿Se me habrá quedado alguna pelusa de algodón metida? Suele pasarme y hoy me he puesto camiseta negra (juro que me ducho todos los días, pero parece que tuviera en el ombligo un campo magnético que atrajese el algodón de las camisetas). Cruzo las manos y me las pongo sobre la tripa, así de paso la disimulo un poco  (la pandemia me está pasando factura en forma de algún kilito de más localizado en esa zona). Noto mucho alivio en el cuello y las cervicales, tanto que incluso me mareo un poco, me dice que es normal. Me sube los dedos casi hasta la coronilla, parece que me fuera a desencajar la cabeza. Bueno, pues ya está, me dice.

Y me da un beso en la frente.

No me da tiempo a reflexionar sobre lo que acaba de pasar. Enseguida se coloca a los pies de la camilla, como si no hubiera pasado nada extraordinario, y me dice que me va a enseñar unos estiramientos sencillos que tengo que hacer todos los días, eso me ayudará a estar menos cargado. Ignoro si el beso forma parte también del tratamiento. Dobla las rodillas, me dice, y ahora llévalas hacia el pecho, así, empujando un poco con las manos, mantén ahí unos quince o veinte segundos, sin tirones. Parece que fuera a poner un huevo tumbado. A los cinco segundos me acuerdo de que he comido alubias, a los diez segundos intento desdoblar las rodillas y decirle que ya he pillado el estiramiento, que ya lo hago yo en casa, pero Ismael, de frente a mí, me lo impide, aguanta, aguanta, es bueno si te tiran un poco las dorsales.

Entonces, al contrario que el beso, que llegó de improviso, sin suspense, se desliza fuera de mi cuerpo un pedo que se veía venir de la misma forma que ahora se ha ido.

Por suerte no hay olor. Me disculpo. Tranquilo, tranquilo, dice, no eres el primero ni serás el último. Él si que ha sido el primero, mi primer beso en la frente. Al menos el primero de un fisioterapeuta.

24 de agosto de 2020

Doncic

Algunos artistas generan adjetivos nuevos a partir de su apellido, adjetivos que acaban pasando al lenguaje popular aunando más de un significado en un único término, de ahí su pertinencia y su posterior permanencia: dantesco, maquiavélico, kafkiano, borgiano. Doncic estará en esa lista (el artista de la pista) si la necesaria suerte acompaña al descomunal talento que exuda cada vez que baila sobre una cancha, y puede que ni siquiera haga falta crear una nueva palabra como "donciciano" o "doncesco", hasta para eso es particular: podría funcionar la misma palabra como sustantivo o adjetivo en función del contexto, diferenciados sólo por la mayúscula inicial, como mayúsculo es, no lo que hará, sino lo que ya está haciendo este muchacho. Algo decisivo, eficaz, dominante, estético, atrevido y sorprendente, todo eso al mismo tiempo pasará a ser simplemente algo "muy doncic".
 

 

26 de julio de 2020

La sonrisa del jugón


¿Quién es Bol Bol, el destacado del regreso de la NBA, y por qué todos hablan de él? 
(Gigantes.com)

Me encanta la foto.

Esa sonrisa, la sonrisa previa a la canasta, a un mate que él ya ha hecho aunque ninguno podamos verlo hasta que lo haga, la sonrisa del jugón, que diría Andrés Montes, la sonrisa de quien sabe que ha llegado el día y todo está saliendo bien.

Os recomiendo leer la apasionante y dura historia de su padre, Manute Bol, una historia que narra magníficamente Gonzalo Vázquez en “101 historia NBA”, y que es el primer reflejo de una estela africana que ha llegado hasta Embiid y Siakam, pasando por Olajuwon y Mutombo.

“Si, como apunta cierto sector de la docencia literaria, todas las novelas aparecen delineadas dentro del Quijote, asimismo toda la casuística de la inmigración deportiva en Estados Unidos está recogida de uno u otro modo en el caso de Manute Bol, el ejemplo más representativo del difícil encuentro de dos culturas antagónicas”

Un ejemplo de ese antagonismo:

“Los ritos más ingratos [de la tribu Dinka a la que pertenecía Manute cuando lo descubrieron] arrancaban en la pubertad, en torno a los catorce años. Uno de ellos ponía a prueba la resistencia del dolor. Un total de ocho dientes inferiores debían ser arrancados de cuajo sin que el joven derramara una sola lágrima. A ello se sumaba una práctica aún peor. Les rapaban la cabeza y recibían cuatro cortes de navaja a cada lado de la frente durante unos quince minutos. La sangre manaba en abundancia pero los muchachos tenían prohibido llorar”

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