Son
muchas las cosas que puede contener una caja de cartón olvidada en un trastero.
Son muchas las habitaciones del cerebro que de repente se iluminan cuando esa
caja se abre. El cartón se convierte entonces en tiempo. Y viajas. Viajas de
verdad. En mi caso, hasta finales de los ochenta, más o menos. Hasta la plaza
de Cantarranillas, en Valladolid. Volvía a bajar de nuevo por la calle
Angustias, de la mano de mi padre y con un taco de cromos en el bolsillo del
abrigo, junto a la hoja de papel que registraba todos los cromos que había
conseguido recopilar. Y luego llegaba el “sipi” y el “nopi” y la emoción o
decepción de conseguir o no el puñetero cromo que te faltaba (ya sé que algunos
decíais “sile” y “nole”, pero qué le voy a hacer, yo decía “sipi” y “nopi”, no
tengo ni idea de por qué). Y después llegaba mi madre y nos íbamos a tomar algo
y ya comíamos, y quizás llegábamos al final del partido de baloncesto que
echaban en La 2 antes de comer.
Todo esto porque dentro de la
caja estaban los álbumes de cromos que fui coleccionando de pequeño (creo que
no falta ni uno). Entre ellos hay un álbum distinto.
Uno que recordaba perfectamente (aunque no en su justa magnitud) y que se llama
“Monstruos”. Es para no perdérselo. Meto portada, texto introductorio y dibujo
que lo acompaña, además de otras fotos. Tremendo documento, que diría aquel.