31 de marzo de 2016

El día que Lalo me dio su enorme mano (y un chándal)



En marzo del año pasado, después de varios días desaparecido, la policía encontró el cuerpo de Lalo García en el río Pisuerga, el mismo que daba nombre al pabellón en el que jugó durante toda su carrera. Porque Gonzalo García Téllez, Lalo, fue uno de esos jugadores que dedican toda su trayectoria a un mismo club. Llevó a la espalda el número 5 del por entonces Fórum Filatélico durante trece temporadas, casi cuatrocientos partidos. Debutó en octubre de 1988 con diecisiete años (la liga de Petrovic), de la mano de Pepe Laso (padre del actual entrenador madridista) y contra el RAM Joventut de Jordi Villacampa y José Antonio Montero. Aquel día le temblaba la muñeca a Lalo, parecía imposible meter una canasta, pero consiguió dos puntos, los dos primeros de una larga serie de canastas que le llevarían a disputar ocho partidos con la selección española.
En Valladolid, quien más quien menos se cruzó alguna vez con él. Es una ciudad pequeña y Lalo era el ídolo basketero local, el hombre de casa. En mi caso, compartimos ascensor más de una vez, estando él ya retirado. Vivía en el mismo edificio que mi madre. Yo me dedicaba a saludar y mirar al suelo, como todo el mundo en un ascensor hasta que llegaron los móviles. Nunca me atreví a recordarle las otras dos ocasiones en que habíamos coincidido. Una fue en un campamento del Fórum en Burgo de Osma, en uno de aquellos veranos adolescentes que parecían durar toda una vida. Lalo fue un día para hacer un entrenamiento con algunos de los mayores (eso que ahora se llama master class). Tuve la suerte de que me corrigiera en un par de ocasiones, no recuerdo por qué. Pero seguro que lo hizo con una sonrisa. Porque Lalo era un tipo grande a una sonrisa pegado. 

La otra ocasión en que coincidí con él en persona fue en un concurso de triples organizado en Navidad en el polideportivo Huerta del Rey de Valladolid, donde juega el equipo de balonmano. Fui por la mañana con un amigo a las pruebas clasificatorias y logré pasar al concurso de por la tarde. Tendría quince o dieciséis años, fue quizás el momento cumbre de mi carrera, permítanme que dramatice. Las gradas no estaban llenas, pero casi, unas dos mil personas que a mí me parecían diez mil. En las dos primeras rondas fallé muy pocos tiros, siempre contra otros chicos de mi edad. Conseguí plantarme en la final a tres. El problema eran mis rivales: dos bigardos de más de dos metros que jugaban en el equipo junior del Fórum. No había derecho. No tenía sentido que metieran a aquellos tipos a concursar contra chavales de 15-16 años. Traté de hacer la machada, pero no fue posible. En la entrega de premios, Lalo fue el encargado del tercer puesto. Me levanté y fui hacia él tan nervioso como cabreado, no tanto por no ganar como por la presencia de los dos bigardos. Lalo notó que no estaba disfrutando del momento. Me dio su enorme mano, y con una voz grave y firme, me dijo: “Alegra esa cara, hombre, que has estado muy bien”. Llevaba razón: era un momento para disfrutar, para guardarlo en la memoria y contarlo en el futuro como batallita. Lalo me entregó el premio, un chándal con botones en los laterales, y volvió a darme la mano acompañada de aquella sonrisa de niño con la que siempre se vestía. 

Lalo dio sus primeros pasos en el colegio La Salle. Todo el que ha jugado al baloncesto en Valladolid ha pasado frío algún día en el patio de ese colegio, y en el del Lourdes, donde Lalo empezó a soñar en serio con ser jugador profesional gracias a Javier Alonso, responsable de su fichaje y parte esencial, años después, como médico del Fórum, de la recuperación para la élite de un maltrecho Sabonis. Al final de su carrera, Lalo tuvo que retirarse antes de tiempo por las lesiones, con 30 años. Era un gran defensor, un tío con garra y con la clase necesaria para anotar cuando su equipo  lo necesitaba. En la orilla del Pisuerga nadie olvida aquellos mates a dos manos en contrataque, aquellas eliminatorias de Copa Korac en las que Lalo, Sabonis y compañía pasearon el palmito por Europa. El lituano recordaba el año pasado la faceta defensiva del vallisoletano; siempre era él quien se encargaba de frenar a la estrella rival, y solía conseguirlo. Porque Lalo era uno de esos hombres que creía firmemente en el esfuerzo y el trabajo como camino para llegar a la satisfacción personal y el éxito colectivo. Eso fue lo que llevó a ser el líder de un equipo y el emblema de un club durante trece años en los que forjó la leyenda que siempre estará presente en el Pisuerga. Sólo hay que mirar hacia arriba si uno se olvida. Allí está colgada del techo su camiseta con el número 5. El único dorsal retirado por el club que Lalo nunca quiso abandonar.