13 de enero de 2016

Andrés Montes o por qué una narración puede ser maravillosa


Escribo esto al tiempo que escucho esa voz tan característica… Buenas noches, buenas tardes aquí en Seattle, quintetos oficiales confirmados por parte de los dos equipos… Es uno de los mejores recuerdos que tengo relacionados con la NBA: la final de 1996 entre los Chicago Bulls de Michael Jordan y Scottie Pippen y los Seattle Supersonics de Gary Payton y Shawn Kemp, con George Karl y Phil Jackson en los banquillos. Creo que es la única final que he visto completa en directo, de madrugada. A pesar de que tenía que levantarme a las ocho para ir a clase, no me perdí ni uno de los seis partidos de la serie. Fue un 4-2 para los Bulls, el cuarto anillo de Jordan, primero del segundo three-peat que consiguió tras su regreso en marzo del 95. Los comentaristas para Canal+ de esa final eran Andrés Montés y un imberbe Antoni Daimiel, recién estrenados en el puesto esa temporada (aquel era su segundo viaje juntos, tras el All Star de San Antonio, primera ocasión en la que Montes pisó suelo estadounidense, a pesar de que bien pudiera haber pasado por nativo del Bronx). Aunque siempre fui de noctambulismo fácil, recuerdo aquellas madrugadas como una pelea entre el inevitable sueño y la vigilia emocionada. Algo tuvo que ver Andrés Montes en la resistencia. Cómo iba uno a dormirse pudiendo vivir la magia del basket al ritmo de ratatatatas. Para qué irte a la cama si ibas a seguir escuchándole aún con la televisión apagada. Lo mejor era quedarse y disfrutar con él. 

También narró Andrés Montes, junto a Iturriaga y De La Cruz, el Mundial de baloncesto de Japón que consiguió la generación de oro a finales del verano de 2006; los ET (Pau Gasol), Mister Catering (Calderón), Mojo Picón (Sergio Rodríguez), Multiusos (Garbajosa), Espartaco (Felipe Reyes) y compañía, todos ellos renombrados por el mayor fabricante de motes del periodismo español. Aquella victoria ante los griegos sucedió meses después del debut futbolístico de Andrés en el Mundial de Alemania, donde bautizaría el juego de la selección española de Luis Aragonés con ese tiki-taka que hoy ya conoce el mundo entero. Y es que la voz de Andrés Montés va unida durante las últimas décadas a grandes momentos relacionados con el deporte, en especial con el baloncesto y el fútbol. Suyos son conceptos y frases que hoy todos utilizamos, y suyo es el particular estilo que originó una nueva manera de narrar que lo mismo incluía un comentario relacionado con el cine o un plato de pasta que una parrafada sobre lo aburrida que es Atlanta o sobre el mejor club de jazz de Chicago. Todo un documento las caras de Daimiel, sempiterno compañero de batallas, escuchando durante los tiempos muertos las ocurrencias improvisadas de Andrés. Para la historia frases como “¿Por qué en la foto de boda sólo sonríe la novia?” o “¿Qué tenemos que hacer para salir del club de las calabazas?”. 

De madre cubana, padre gallego y corazón colchonero (algunos dicen que deportivista), Andrés Montes pasó de pantalón corto a tiro largo en el Madrid de los años 60, en las calles del barrio de Argüellles, en una España racista que no se sentaba junto a él en el autobús. Porque Andrés era un niño negro (así le llamaron siempre sus amigos, El Negro). Con el paso de los años, la piel se fue aclarando, al tiempo que las mentes se abrían y las faldas se acortaban, y Andrés se convirtió  en un tipo exótico que iba a todos los sitios con sombrero y pajarita. Llegaron los comienzos en la radio. Retransmitió para la Cope el Mundial de Fútbol de Naranjito, trabajó con José María García y Siro López. Después vino la televisión y la NBA, primero con Santiago Segurola, luego ya y siempre con Daimiel. Pero no fue hasta el año 2006 y su fichaje por La Sexta cuando Andrés se hizo popular entre la masa espectadora. Narró el Mundial junto a Julio Salinas, dejando otra perla, el dónde están las llaves que la gente repetía una y otra vez cuando le reconocían por la calle. Y después fabricó el fútbol con fatatas que durante tres años le llevó por los campos de una España que elevó a Andrés a la categoría de fenómeno.
Cuentan quienes mejor lo conocieron que roncaba como un demonio, que se lavaba muchas veces los dientes a lo largo del día, que un día se quedó dormido narrando, que en una ocasión firmó un autógrafo como Wayne Robinson, y en otra como Pablo Milanés, que vibraba con You get what you give de los New Radicals, que era un entusiasta de la queja y a pesar de ello, un vividor, un sibarita, un amante del buen yantar y el mejor vestir. Quienes mejor le conocen destacan que era un hombre peculiar, anárquico, un tipo que hacía de la improvisación su mejor arma creativa. “Un caos perfecto”, decía uno de sus socios al día siguiente de la muerte de Montes, hace ya seis otoños. 

Es difícil no imaginar cómo hubiera contado él tantas cosas que han ocurrido desde entonces: el gol de Godin en el Camp Nou para darle la liga al Atlético de Madrid, la titularidad de los hermanos Gasol en el All Star del año pasado en Nueva York, la descomunal exhibición de Pau en el Eurobasket de Francia este verano, la actual excelencia de Curry y los Warriors, y tantas jugadas y partidos que él hubiera narrado a su manera. Porque no era lo que decía, sino cómo lo decía. El estilo. Eso que le hacía único y por lo que destacaba entre el resto de voces catódicas, gustase o no. Lo que le permite perdurar en la memoria de todos los que le escucharon al menos una vez, primero con sorpresa, luego con una sonrisa en la boca, y finalmente con el agradecimiento de quien sabe reconocer al otro lado de la pantalla la pasión por narrar que la vida puede ser maravillosa. Que cuando uno se sienta delante de la televisión a ver un partido, el asunto consiste en reír y pasárselo bien. Y en eso, Andrés Montes era un auténtico maestro. ¡Un jugón!