De camino a la playa de Cádiz –no sólo de trabajo vive el hombre- extraje el Babelia de las tripas del periódico (que aparté para leerlo después, mecido por el viento y la arena) y me encontré el artículo de Muñoz Molina de cada sábado. Unas veces lo busco con la leve ansiedad del lector entregado a un autor, para leerlo antes que el resto del suplemento; otras veces dejo que las páginas lo arrastren hasta mí, como sucedió ayer.
El artículo se titula Libertad de la novela, lo que me hizo dar un pequeño respingo que provocó que mis rodillas chocasen con la bandeja sobre la que apoyaba el suplemento. Qué mejor, pensé, que un artículo de Muñoz Molina con la palabra “novela” en el título ahora que estoy encerrado en la cueva con la mía (el viaje de ida y vuelta de ayer fue un leve respiro). El artículo comienza haciendo referencia a los maestros (los suyos), como debe de ser. Después explica lo poco partidaria que es Anne Michaels, una escritora canadiense, de dar demasiada información sobre su propia vida, para que eso no interfiera en los lectores a la hora de meterse en sus libros. Dice Muñoz Molina:
La libertad de la novela es también nuestra potestad de entrar en ella sin obligaciones (tomen nota, profesores) ni prejuicios y decidir soberanamente si seguiremos leyendo o lo dejaremos al cabo de unas páginas (yo suelo dar un margen de ochenta o cien páginas, depende de la novela), porque en ese reino privado no obedecemos a nadie ni nos dejamos coaccionar (me parece más exacto la palabra “influir”) por la opinión de otros que parezcan saber más, ni siquiera por la presión de lo que parezca gustarle a todo el mundo.
No puedo estar más de acuerdo, pero dejadme que haga un inciso al estilo de Gombrowicz, al hilo del anterior post: todos somos unos ignorantes, porque el que ignora algo es el que no sabe, y no hay nadie que lo sepa todo: todos ignoramos algo. Lo importante, lo deseable, es no ser un necio, y eso, confundir valor y precio, es demasiado habitual, de ahí la genialidad de Ignatius J. Reilly. Deberíamos aceptar que somos unos ineptos en muchas materias de la vida, en la mayoría, o al menos que no somos lo suficientemente aptos como para tener derecho a que nos den una oportunidad o nos paguen por ello. Pero no nos sintamos culpables por ello, no nos preocupemos: ocupémonos, sentémonos a leer, a escuchar, a aprender. Así sabremos algo, y poco a poco la necedad, enemiga de cualquier progreso, irá desapareciendo.
Pero yo quería escribir sobre el artículo de Muñoz Molina, o mejor dicho, sobre las reflexiones que me suscitaron su lectura, porque hay libros, artículos, cartas, que no nos gustan tanto por lo que dicen como por las circunstancias que nos rodeaban en el momento de leerlos, en mi caso una ridícula sensación de frío por el aire acondicionado del tren, situación demasiado habitual para la ridícula contradicción que provoca: pasar frío en el sur, un cuatro de julio. Pero dejemos a un lado la imagen de Tom Cruise en silla de ruedas, con bigote y pelo largo (me ha venido la imagen a la cabeza), y continuemos.
Como decíamos ayer –en realidad unas líneas más arriba- deberíamos aprovechar la libertad que tenemos para leer una novela sin esa serie de prejuicios (léase críticas, reseñas, comentarios, entrevistas, presentaciones o bien interesadas recomendaciones) sin la que parece imposible hoy en día abordar un libro –o una película, o una obra de teatro, por no hablar de algunas series y sus resúmenes de los avances de los resúmenes de los avances. De esta manera, liberados de pensamientos que nada tienen que ver con la ficción y con las sensaciones que pretende despertar el autor, la comunión entre el texto y el lector sería más limpia, y sin duda más provechosa a la hora de profundizar y ampliar ese material esencial del individuo que es el juicio propio, que debería ser nuestro principal fuente, si no la única, a la hora de elegir, entre otras cosas, nuestras lecturas.
Digo esto por los bestsellers. Tengo que reconocer que en esto, como en la música, soy como la policía: llego siempre tarde (o no llego), cuando ya todos han atracado las librerías –y los centro comerciales- en busca de ese tesoro que es “lo que todo el mundo lee”. Para que os hagáis una idea, aún no he leído La sombra del viento, y quiero hacerlo (aunque no encuentro un hueco para meterlo en mi flexible pero planificada lista de lecturas), precisamente para que los prejuicios no me limiten. Y aquí viene lo que me suele molestar, a pesar, como digo, que no soy el mejor defensor posible para los bestsellers, ni es mi propósito: esos prejuicios – negativos en este caso- son provocados por aquellos que se dedican (o eso dicen) a la alta literatura, a escribir libros que sean worstsellers, los peores vendidos, y no a escribir libros que le gusten a mucha gente, algo que, por lo visto, según ellos, no es compatible con esa supuesta calidad que ellos buscan –otra cosa es que lo consigan- en sus eruditos libros. ¿Hay algún escritor que cuando publica un libro no pretenda vender el mayor número posible de ejemplares? El problema no es ese, aspirar a gustar a mucha gente, sino la parte de nosotros –de nuestra alma- que estemos dispuestos a vender en ese empeño. En definitiva: que el bestseller sea una consecuencia de la decisión de publicar, del oficio que hemos escogido -escribir y publicar y vender lo que escribimos- y no un punto de partida prefabricado. Y que los bestsellers nos dejen ver el bosque de libros que deberíamos también leer (actualmente no nos dejan, lo abarcan todo, al menos todo lo mayoritario, lo que llega a más gente).
Yo pienso que una cualidad –buscar la calidad- no excluye a la otra –tener muchos lectores-, o al menos esa es la dirección hacia donde deberíamos dirigir nuestra mirilla escritores, periodistas, críticos, editores y lectores: tirar todos juntos de la cuerda para que se tense del lado de la calidad, hasta que esos defensores de las letras puras consideren que los del otro lado de la cuerda, el resto del mundo, los que nos rebajamos a leer todo lo que cae en nuestras manos –casi siempre por mero vicio, y porque de todo se aprende, y no como consecuencia de un análisis razonado de lo que vamos a leer- estamos legitimados como lectores, tanto como ellos, y tenemos el mismo derecho a elegir y a equivocarnos. Y no pasa nada, porque la gente se equivoca (por eso los lápices tienen goma de borrar). Basta con cerrar el libro y coger el siguiente del montón.
Insisto, no es que quiera yo defender los bestsellers, aunque pudiera parecerlo (tengo varios argumentos en contra, y casi ninguno a favor, quizás porque he leído pocos, no lo sé). Lo que me molesta es el dogmatismo, la etiqueta, la hipocresía disfrazada de intelectualidad para influir hasta casi llegar a coaccionar. Sería bueno que todos colaboráramos en la tarea de potenciar la capacidad crítica e individual de cada cual –que es la esencia de la verdadera libertad y la principal motivación para leer- y no sólo la capacidad para producir y consumir, es decir, para generar beneficios económicos, la mayoría destinados a un bolsillo ajeno al que los generó.