28 de septiembre de 2010

Apuntes dublineses

Llueve, como corresponde. Entramos en un callejón que comunica dos calles más amplias y transitadas. Escuchamos una melodía de piano cuya procedencia no acertamos a ubicar. Unos pasos más adelante nos encontramos un enorme bulto plastificado junto a lo que parece la puerta trasera de un local. Delante de la puerta hay un chico tratando de que los goterones no le mojen el cigarrillo. Nos damos cuenta entonces de que el enorme bulto es una mujer tocando el piano bajo un plástico que lo cubre todo, piano y mujer. El chico levanta unos plásticos más pequeños y nos ofrece sentarnos a escuchar el concierto en dos pequeños sillones. Lo dice Peter Haining en una antología de autores irlandeses publicada en España por La otra orilla en 2009 con el magnífico título de Beber para contarla: en Irlanda la música y la bebida son indisociables. Parece que la música y la lluvia también.



No se puede fumar en la habitación del hotel, así que, incapaz de idear algo para anular el detector (la ventana apenas se podía abrir una rendija), me decido a infringir la ley en el cuarto de baño, donde a mi entender, no corro peligro de ser descubierto por las autoridades hoteleras. Me vienen a la mente los años de instituto, cigarrillos furtivos que sabían a adulto. Para acompañar el humo leo a Joyce. Dublineses, traducción de Cabrera Infante, tapa blanda. Leo una frase de Un encuentro, el segundo relato: El que la escribió supongo que debe de ser un condenado plumífero que escribe estas cosas para beber. Pienso en Brendan Behan, el irlandés alcohólico con problemas de escritura al que cita Vila-Matas en Dublinesca y en un artículo en el que habla de Mi Nueva York, el libro de Behan. Y de repente, empapado por el humo que trata de escapar por el respiradero, con la literatura, el alcohol, Vila-Matas, Behan, y Joyce convocados por azar en un cuarto de baño dublinés, se me ocurre algo. Y no es un algo cualquiera para mí. Ese algo es el pegamento que necesitaba el (proyecto de) libro de cuentos que tengo en la cabeza desde hace un par de meses. Ese algo que es indispensable tener para que un libro empiece a tomar forma. No sé por qué, me gusta que el descubrimiento haya tenido lugar en el cuarto de baño de un hotel de Dublín, mientras leía un cuento de Joyce. Ya me lo advertía Vila-Matas en su novela: Quizá Dublín tenga razón. La tenía. Ahora hay que escribirlo, claro. Pero esa es otra historia.



En ese mismo cuarto de baño, convertido ya en musa de porcelana de tres estrellas, se me ocurre una idea para un cuento. La anoto en el móvil, pero justo antes de guardarla, el pulgar presiona la tecla equivocada. Se borra la nota. Salgo del cuarto de baño y anoto la idea en un papel, con un bolígrafo. Conclusión: Riba, el editor vilamatiano, se equivoca. Dublín no es la ciudad ideal para enterrar la imprenta.



En un restaurante italiano sirven el agua con hojas de hierbabuena. ¿Costumbre o subterfugio? ¿Para dar sabor o para quitarlo? Lo bebo imaginando que es un mojito.



Nunca antes había visto a tanta gente leyendo. En los cafés, en los pubs, en el autobús. Hasta caminando por la calle, a la altura del Trinity College. ¿Qué estaría leyendo para no poder esperar?



Yeats, el pintor. Lo descubro en la National Gallery: Yeats, el poeta, tenía un hermano que pintaba: Jack Butler Yeats. Un miembro del museo, un hombre pelirrojo muy amable, me explica que su cuadro más famoso fue The Liffey Swim, pintado en 1923, dos años después de la independencia irlandesa. El cuadro muestra una carrera de natación por el río Liffey, una competición que aún se sigue disputando y que en su día –la primera carrera tuvo lugar en 1920- atraía a gran cantidad de público. Yeats introduce entre ese público a un niño que trata de ver a los nadadores por encima de los adultos que lo rodean. El niño representa la infancia, el futuro de un país que, tras dar sus primeros pasos, se vio envuelta en una guerra civil en la que el enemigo estaba en casa




Kilmainhaim Goal
. La cárcel en la que estuvieron presos –y donde fueron ejecutados- la mayoría de los personajes clave en la independencia irlandesa (allí se filmaron The Italian Job -la versión original-, Michael Collins y En el nombre del padre). Funcionó como cárcel hasta 1924, fecha en la que terminó la guerra civil y en la que el último recluso fue puesto en libertad. Era Eamon de Valera, líder revolucionario que luego se convirtió en primer ministro y presidente de la nueva Irlanda. Actualmente la prisión es un museo, de nueve a cinco. Lo primero que te enseñan es la capilla. Allí se casó en 1916 Joseph Plunkett, compañero de Valera en el levantamiento de Pascua. Horas después fue ejecutado. Fue uno de Los 14, a quienes se recuerda con una cruz en el lugar en que fueron fusilados, en el patio de la prisión.



Winding Stair. Una librería junto al río, en la orilla norte. Libros de primera y segunda mano. Sofás para sentarse a leer y tomar un té, lámparas de novela y chimenea. Pregunto, just wondering, por autores españoles. Me indican una estantería en la sala más pequeña, en donde están las ediciones antiguas. Busco. Y encuentro. Sólo dos libros. Pepita Jiménez, de Valera, y El cuarto de atrás, de Martín Gaite. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que esa sala de la librería es en realidad el cuarto de atrás. Hecho en falta un piano bajo la lluvia para rematar la escena. Me entran ganas de escribir.