Está
siendo un viaje largo, hace más de un año que arranqué, pero ya huele a mar.
Queda muy lejano, embarrado por los kilómetros, aquel último cruce en el que
aún había marcha atrás. Ahora no hay elección: la novela, bien o mal, antes o
después, llegará a su destino. Pero de repente, en mitad de la noche, aparecen
cuentos al borde de la carretera, cuentos que piden ser recogidos, cuentos
innecesarios que sin embargo reclaman la necesidad de ser escritos, aunque sólo
sea para hablar un rato y establecer contacto, apenas dos frases que, una vez
terminado el viaje, pueda utilizar; nunca se sabe, hay que tener notas hasta en
el infierno. Aunque por otro lado, quizás no debería pararme, quizás debería
seguir para llegar cuanto antes, sin obstáculos que retrasen la llegada. Además
no se ve bien, hay que tener en cuenta que de noche todas las ideas son buenas;
puede que mañana me arrepienta de recoger ocurrencias a deshora. Pero bueno, ya
es tarde para circunloquios. He parado. He pensado que un poco de distracción
me vendría bien. Un par de apuntes y ya, nada de intimar. El cuento de esta
noche me ha dicho que compartíamos dirección y sentido, que apenas me
entretendría. Y no era cierto, aunque tampoco mentía, ya se sabe, así son los
cuentos. Me ha hecho bajarme con él, llevamos un rato bebiendo y charlando y
confirmo copa a copa lo que ya apuntaba en el coche: me gusta lo que me cuenta.
Tengo que decirle cuanto antes que, ahora mismo, soy monotextual. Debo seguir
camino y dejarme de copas de vino. Esta noche vale, unas notas al aire las
escribe cualquiera, incluso podemos llegar a las páginas. Pero ni hablar de una
relación más estrecha y duradera, ni mucho menos de volver a cambiar de género
aún. No hasta que termine con la novela. Ella se merece eso y más.