Y lo de pequeño es sólo por la extensión, setenta y ocho páginas si somos estrictos. Para lo demás habría que usar otros adjetivos que me reservo por tópicos. Hablo de una novela corta de Hidalgo Bayal, Gonzalo de nombre, y ya citado en este blog, que se titula con desmedido y frustrante acierto Campo de amapolas blancas. La mejor definición que se me ocurre para este libro me la ha dado alguien muy crítico -para mal- con él, y es la definición de su protagonista: un héroe por pintar. Eso es lo que hace el narrador-testigo: pintarlo mediante la escritura, que es lo mismo que recordarlo para no olvidarlo nunca. Y el resultado es una historia que se lee en una hora pero se recuerda durante mucho más tiempo.
El comienzo de la novela es ya original. En ella, el narrador se sorprende por la precisión con la que los narradores en primera persona recuerdan gestos y detalles que sucedieron hace años, tanto da que sean cinco o diez como cuarenta. Y esta idea es el camino que sigue con coherencia toda la novela, nunca se debe olvidar, siempre hay que ir. Así de bien lo expresa Landero en el epílogo: el tono está impregnado por la poquedad de la evocación.
Y luego está el lenguaje y la manera de utilizarlo. Dejo de nuevo que sea Landero quien me quite la palabra (para qué luchar): Tengo la sensación de que Gonzalo rehúye sistemáticamente, poderosamente, el encuentro frontal con las emociones. Prefiere dar un rodeo intelectual, pero como yo creo que tampoco le convence del todo, al final usa la ironía [y cómo la usa] para defenderse de la tentación intelectual y de la tentación sentimental.
En definitiva, muy recomendable. A mí me ha confirmado lo que ya me temía: cada día me gustan más las novelas cortas.