Para mi yayo
Me fascinó la aventura que me propuso mi abuelo. Pretendía que fuéramos a París, los dos solos, un viernes por la tarde para regresar en un par de días a lo sumo. Había doce horas de tren hasta París, te duermes al poco de subirte y cuando te despiertas estás allí, me explicó entusiasmado. ¿No es maravilloso un tren que te hace despertar en París? No me lo pensé dos veces. Tenía un mes de vacaciones por delante y ningún plan, y aquel me pareció muy atractivo. Además nunca había ido de viaje con mi abuelo.
Pensé en su frágil corazón. Y se lo dije. Me contestó que estaba cada vez más mayor, pero me preocuparía si cada día estuviera más joven, dijo, y añadió: este viaje puedo hacerlo, confía en mí. Lo que me intrigó entonces fue por qué quería hacer aquel viaje y por qué me quería como acompañante. A la segunda pregunta me respondí que porque siempre había sido su nieto preferido (lo cual no es complicado cuando eres el único), aunque me extrañaba que no le propusiera la aventura a mi padre antes que a mí. En cambio, la primera duda no podía resolverla. ¿Por qué París? ¿Por qué ahora que tenía ochenta años?
Pero no me quería decir cuál era el motivo de aquel viaje, te lo explicaré cuando llegue el momento. Cuando vi que sería imposible arrebatarle el secreto me concentré en el viaje en si mismo. Podía oler ya el olor de la mantequilla en las crépes, en mi cabeza sonaban acordeones en torno a un puente de piedra sobre el Sena. Había estado en París de pequeño, con mis padres, cuando tenía quince años. Pero de aquello hacía tiempo. Muchos veranos habían transcurrido desde entonces y estaba ansioso por renovar mi recuerdo de la ciudad. Mi abuelo tenía todo planeado. Salíamos a las siete de Chamartín, en un talgo de color rojo y gris que atravesaría la frontera a media noche para dejarnos en la Estación de Austerlitz cuando la luz nos despertase a través de la cortina por la mañana. Recuerdo que los pasillos del tren eran muy estrechos. Los viajeros apenas podían salir a pasear fuera del compartimiento cuando había una parada porque lo reducido del espacio no dejaba atravesar el pasillo más que a una sola persona. Un señor con bigote y americana gris leía el periódico en uno de los asientos. Al percatarse de nuestra presencia dobló el periódico y nos saludo calurosamente. Parecía estar esperando a que alguien viajase con él para poder hablar. Y tuvo mala suerte con nosotros. Yo no soy de falso conversar y mi abuelo sólo se preocupó de una cosa hasta que llegó la noche: escribir una carta, supongo que para mi abuela.
Llegó la noche a través de las ventanas del tren. Afuera todo se veía oscuro si uno no se pegaba al cristal. Me acerqué a la ventana. Algún pueblo pequeño, a lo lejos, dejaba ver sus luces como si fuera un Belén perdido en busca de la Navidad. La noche era muy cerrada y poco podía verse. Me costó dormirme. A mi abuelo no, todo lo contrario. Para él las doce de la noche era la hora límite: se dormía allí donde estuviese y en la postura en que se encontrase. Afortunadamente aquella noche calló en la litera del tren.
A la mañana siguiente, a la hora estimada, el tren paró sus máquinas en la Estación de Austerlitz. La primavera de París nos esperaba. Ayudé a mi abuelo a bajar del tren y juntos nos encaminamos a donde fuera que me llevase, sin saber muy bien qué era lo que dominaba mi ánimo, si la emoción o la incertidumbre.
Mi abuelo pretendía que nadie se enterase de nuestro viaje. Pero yo tenía que llamar a mi padre. Todos los sábados comía con él en aquella época y cuando no me viese aparecer se preocuparía. No quería que mi abuelo me viese llamar pero fui incapaz de despistarle cinco minutos. Iba agarrado a mi brazo, explicándome la primera vez que había estado en París. Acostumbrado a sus fábulas tomé aquellas historias como una más y le seguí la corriente para no estropear el viaje.
Después de cruzar el río por un puente repleto de coches, al final de un largo boulevard, llegamos hasta una plaza, Place de la Nation, dijo con orgullo. Señaló una calle más estrecha que la anterior, por allí, por allí, indicó con el dedo. Empezaba a intrigarme de verdad por qué me había llevado hasta allí. Había poca gente por la calle. La acera lindaba con un muro de cemento y ladrillos desgastados. La primavera no olía igual allí que cuando salimos de la estación. Olía a eucaliptos, igual que en casa de la tía Teresa cuando tiene catarro. Encontramos dos prostitutas. Mi abuelo miró para otro lado y continuó andando, recto, recto, no te tuerzas, que ya llegamos. Frente a un quiosco viejo había una verja a través de la cual podía verse lo que en aquel momento me pareció un gigantesco jardín privado o un bosque a las afueras de París. Nos acercamos a la verja, hasta una puerta con forma de arco junto a la cual unas letras de mármol me aclararon dónde me había llevado mi abuelo: al cementerio de Père Lachaise.
No lejos de la entrada vi una cabina de teléfonos de color amarillo. Estaba algo alejada, y en aquel momento no podía dejar solo a mi abuelo, que empezó a andar por un camino empedrado.
- Abuelo... vale ya. ¿qué hacemos aquí? Esto es muy bonito pero a mi no se me ha perdido nada en un cementerio de París.
- Aquí hay enterrada gente muy notable, hijo: Balzac, Proust, Chopin, Delacroix...
- Abuelo...
- Está bien, está bien... Pero antes déjame que te cuente algo: cuando inauguraron este cementerio las autoridades pretendían promocionarlo a toda costa. ¿Sabes que hicieron para atraer a los muertos y a sus vivos? Dijeron que habían trasladado a este cementerio las tumbas de Abelardo y Eloísa, para atraer a más gente. ¡Están locos estos franceses!
Cuando terminó de decir aquello vi en sus ojos algo que se parecía mucho a la
locura. Sonreía como ido, exultante. De pronto empezó a llorar. Se derrumbó. Tuve que agarrarle para que no se cayese.
- Abuelo... explícame ya qué pasa, por favor.
- Está bien, está bien...
Le sequé las lágrimas con un pañuelo y empezamos a subir una cuesta flanqueada de cipreses. Me agarró las manos, se paró y me miró a los ojos:
- Venimos a ver a tu abuela.
Pensé definitivamente que el viaje le había trastornado.
- La abuela estará en casa preguntándose dónde demonios estás. ¡Por qué estamos aquí! –al instante me arrepentí de haberle chillado.
Su expresión permanecía intacta. Lo único que había de novedoso en su rostro eran dos lágrimas que emborronaron sus mejillas, como un payaso triste al que se le corre la pintura.
- Esa no es tu abuela, hijo.
No sé por qué empecé a creerle.
- Es una mujer maravillosa, pero no es la madre de tu padre. No es tu abuela.
- ¿Qué me estás diciendo, abuelo?
Me apretó las manos con fuerza.
- Tu verdadera abuela está enterrada en este cementerio. Fue una prostituta que se llamaba Robette. De ella y no de otra nació tu padre. Yo fui quien le llevé a España para criarlo. Robette nunca quiso saber nada. Pero yo la quería, hijo, ¡la quería mucho!
Empezó a llorar otra vez. Sacó la cartera y sacó una foto. Era Robette, mi abuela. La fotografía era en blanco y negro pero el paso del tiempo la había cubierto de una capa amarillenta que a mi me olió a naftalina. Mi abuelo decía la verdad.
Una vez recuperados del momento, me lo contó todo. Le miraba y no podía creérmelo. ¡Mi abuelo en el París de los años treinta! Pero esto es otra historia. Mi abuelo me había llevado a París para ver la tumba de la primera mujer de la que se enamoró, quizás la única. El cementerio era descomunal, con varias alturas que se salvaban mediante caminos de piedra o tierra que en aquella época empezaban a escupir pequeñas flores rojas. Parecía un tétrico museo de esculturas rodeadas de pinos y cipreses que mezclaban su aroma con el olor húmedo de las piedras. Rara era la tumba que no iba acompañada de la escultura de un ángel, una diosa o una musa desnuda. De entre una de ellas salió un gato negro que asustó a mi abuelo.
- Ahí está –dijo.
- ¿Dónde?
Era una tumba muy sencilla, sin escultura. Una piedra sobre una losa en la que se leía la fecha en que murió, sólo el mes y el año, y su nombre, sin apellidos: Robette. Miré a mi abuelo. Estaba arrodillado frente a la tumba. No paraba de llorar. Levantó la cabeza y me miró como un niño que se despide por vez primera de sus padres. Y me dijo:
- ¿Te importa abrazarme, hijo? –la voz apenas le salió de cuerpo.
Me puse a llorar yo también. Me agaché y sentado en el suelo le abracé con todas mis fuerzas. Era el primer abrazo que le daba en mi vida. Nunca fue cariñoso.
- ¿Te importa dejarme unos minutos solo con ella? –me dijo arrancándome una sonrisa.
- Claro, abuelo…Voy a dar un paseo.
Me sequé las lágrimas con la mano y me fui a pasear por alrededor. Miré al cielo. El sol quería salir de un atasco de nubes que empezaban a oscurecer. Deseé que no lloviera. No quería llevarme un recuerdo lluvioso de un París en primavera. Aunque tenía otro recuerdo mejor: había conocido a mi verdadera abuela. Aún más, también a mi propio abuelo, con cuyo pasado me tenía completamente engañado. Al cabo de unos minutos regresé por donde me había marchado. Era fácil perderse en aquel cementerio, no saber por qué camino se ha girado, sencillo desorientarse. Pero no me perdí y pude volver a la tumba de mi abuela Robette. No había nadie junto a la losa. Mi abuelo no estaba. Avancé más deprisa. Y entonces le encontré. Estaba en el suelo, recostado, rodeando con los brazos la piedra que coronaba la tierra bajo la que descansaba Robette. Parecía estar abrazándola.
A partir de aquel día mi abuela ya no estaría sola. Me acerqué a él y comprobé que no respiraba. Vi como algo blanco sobresalía de uno de los bolsillos de su chaquetón. Era una carta para mi padre. Miré a mi abuelo por última vez antes de marcharme para pedir ayuda. Y en su rostro adiviné una extraña sonrisa de satisfacción. Parecía feliz.
Relato incluído en el libro El abrazo de piedra (Alhulia, 2008)