
Momo sigue siendo como la recordaba. Una niña sin pasado (se sabe que escapó de un orfanato) que vive debajo de un antiguo anfiteatro olvidado a las afueras de una ciudad grande en la que sus habitantes eran oyentes y mirones apasionados que amaban los teatros y sabían admirar la ficción:
Cuando escuchaban los acontecimientos conmovedores o cómicos que se representaban en la escena, les parecía que la vida representada era, de modo misterioso, más real que su verdadera vida cotidiana. Y les gustaba contemplar esa realidad.

Momo sigue siendo pequeña, el pelo muy ensortijado, negro como la pez, y siempre va con una falda hecha de remiendos de diferentes colores que le llega hasta los tobillos y un chaquetón viejo demasiado grande para una niña tan flaca que no se podía decir si tenía ocho años sólo o ya tenía doce. Sus dos mejores amigos son aún Beppo, un viejo callado, y Gigi, un joven parlanchín. Su guía, una tortuga llamada Casiopea. Y sus enemigos, los de toda la sociedad, todavía son los hombres grises, siempre con un cigarrillo en la boca (se ve que Ende fue el antecedente de Mercedes Milá).
Momo sigue pareciéndome una magnífica novela infantil sobre el tiempo. Toda la historia es un alegato a favor del tiempo como un derecho propio que hemos olvidado a fuerza de malvenderlo. Y es que, como dice el narrador:
Cada hombre tiene su propio tiempo. Y sólo mientras siga siendo suyo se mantiene vivo.
