Cuando empecé a votar a finales de los años noventa, se había conseguido sacar de la política a
buena parte de una generación cuando apenas estábamos entrando, sobre todo entre los votantes del sector que se autoconsideraba de izquierdas y que en muchos casos heredaba el voto socialista de sus padres; recuerdo frases
tan ridículas como “apolítico pero entendido”. Había dinero. Por entonces se pasaba de la política y de vez en cuando nos manifestábamos haciendo botellón y viendo un concierto. Había que salir a la calle, era el momento de divertirse: de votar en blanco, nulo o no votar.
Consecuencias parlamentarias: ocho años de gobierno del PP, desde 1996 hasta
2004, los cuatro últimos con mayoría absoluta.
Tiempo después, más o menos tras
cinco años de gobierno del PSOE, con la llegada de la crisis, muchos miembros
de aquella generación (acompañados de otras) empezaron a optar, a tiempo si uno sufre de optimismo, tarde si uno es pesimista, por lo contrario
a lo que habían defendido cuando eran más jóvenes: luchar contra la desidia
política. No hay dinero. Ahora reclamamos participación, nos manifestamos sin
botellón contra el recorte de derechos, no nos sentimos representados. Hay que tomar la calle, es el
momento de luchar: de votar en blanco, nulo o no votar. Consecuencias
parlamentarias: cuatro años (llevamos uno) de gobierno del PP, con mayoría
absoluta. Más las comunidades autónomas.
Se supone -quizás me equivoque, ruego corrección- que el futuro ideal o el objetivo último de votar o votar en blanco o nulo es que llegue un momento en el que estas
opciones sean más escogidas que el voto por alguno de los partidos que se
presentan a las elecciones, con lo que, entonces sí y de manera indiscutible (hasta la portada de La Razón lo diría), el parlamento electo no
estaría legitimado. Admitiendo que las
tres opciones son maneras de protestar contra un sistema que se cree ilegítimo,
en 2004, la abstención, el voto en blanco o el voto nulo fue la opción de casi
9,1 millones de personas de los 34,5 millones que podían votar (o no). En 2008
fueron 9,6 millones de casi 35. En 2011, el año pasado, 11,8 millones de 35,8.
Prácticamente un tercio de los ciudadanos. Casi tres millones más que ocho años
atrás.
En las elecciones gallegas, más recientes aunque no
comparables con las generales, han optado por la abstención, el voto en blanco
o el nulo 908.560 personas de 2,3 millones que tenían derecho a voto. En las
elecciones vascas, 610.932 de poco más de 1,7 millones. De nuevo, en los dos casos hay
poco más de un tercio de votantes gallegos y vascos que han optado –deduzco-
por deslegitimar el sistema y todos los partidos parlamentarios con su
elección.
Aunque todo puede suceder en la viña política y en esto, es obvio, influyen múltiples factores de variado pelaje, podría decirse que estamos lejos de
deslegitimar el sistema político de representación únicamente mediante la
abstención, el voto en blanco y el voto nulo. Consecuencias parlamentarias: pareciera que uno de los dos partidos mayoritarios fuera a perpetuarse en el poder y el otro fuera a desaparecer. Ninguna de
las dos es buena perspectiva, creo, más allá de lo que piense cada cual
respecto a uno y otro. Al menos no sería buena perspectiva en las circunstancias actuales
(que no son nuevas), con todo un espectro ideológico unificado en torno a unas
mismas siglas mientras que el espectro contrario se diluye parlamentariamente
entre varias opciones posibles y la abstención, el voto nulo o el voto en blanco,
tres opciones éstas últimas que, para bien o para mal, no cuentan en el reparto parlamentario, un reparto claramente injusto y que fomenta el bipartidismo, sí, pero es el reparto que hay, nos guste o no. Y no tiene visos de cambiar. No si quienes pueden cambiarlo son quienes salen beneficiados. No con la presión ciudadana actual.
¿Sirve de algo esa elección no sólo como forma de protesta sino, lo que es más importante, como herramienta de cambio y transformación? ¿Sirve para lo que
se pretende al no votar o votar en blanco o nulo? ¿Cuántos de quienes hayan optado últimamente por una de estas tres están
contentos con las consecuencias políticas, sociales y económicas que se derivan
de su elección en las elecciones? ¿Cuántos de ellos están dispuestos, vista la
evolución histórica del voto, a esperar unas décadas más (gobernados por
quienes no consideramos representantes nuestros) para que el tercio del
electorado que por ahora se abstiene o vota en blanco o nulo se convierta en
una mayoría suficiente para deslegitimar el sistema y la ley electorales? ¿Y si
eso no sucede nunca? No lo sé. Pregunto. Me lo pregunto. Si mañana tuviese que
votar (o no), no sabría lo que hacer.