Hoy he ido a comprar después de siete días sin pisar la calle.
Me he encontrado gente que respetaba el metro de distancia y llevaba
mascarilla o guantes o las dos cosas (la mayoría); gente que no llevaba
nada de protección pero mantenía la distancia (algunos); gente que iba
sin protección y no mantenía separación ninguna (de éstos sólo me he
cruzado con una pareja de obreros que charlaban pegados el uno al otro
como si todo lo humano les fuera ajeno). Me he encontrado gente que
venía de comprar, gente trabajando, gente paseando al perro, andando,
en coche, en bici. El aspecto del barrio no era el habitual, por
supuesto, pero tampoco era un paisaje apocalíptico de calles vacías y
silencio pandémico.
En la
frutería, pequeñita, había un hombre comprando. He esperado mi turno
fuera, pegado a la puerta, para mantener la distancia. Al minuto ha
llegado otro hombre y se ha puesto detrás de mí, a un metro de
precaución. Me ha mirado, los dos hemos levantado las cejas y asentido
con la cabeza. No hemos hablado, no nos hemos dado los buenos días, no
sé por qué. Sólo sé que me han entrado unas ganas tremendas de darle un
abrazo.
En el supermercado había de todo y en cantidad, ningún atisbo de desabastecimiento. También había variedad de comportamientos, de miradas. Unos buscaban el contacto visual, la sonrisa al otro lado de la mascarilla, la comprensión bajo los guantes. Otros, pocos, no querían ni mirar a los demás. Una señora incluso se ha dado la vuelta cuando iba a entrar al pasillo en el que estaba yo.
Todos igual de perdidos, con la misma incertidumbre, las mismas preguntas. En una época en la que ya se ha convertido en perversa norma la polarización de ideologías, de emociones, de burbujas, de relatos, en una época en la que determinadas distancias parecen insuperables, sería bueno que no olvidásemos esa empatía esencial que ahora sentimos, esas ganas de otros, esa sensación de que estamos juntos, de que somos lo mismo. Aunque no sea verdad, no siempre, no para todos. Pero hay mentiras que son necesarias, ficciones que nos ayudan a luchar contra el frío y el miedo, a sentir que no estamos solos, que aplaudimos juntos contra el tiempo.
En el supermercado había de todo y en cantidad, ningún atisbo de desabastecimiento. También había variedad de comportamientos, de miradas. Unos buscaban el contacto visual, la sonrisa al otro lado de la mascarilla, la comprensión bajo los guantes. Otros, pocos, no querían ni mirar a los demás. Una señora incluso se ha dado la vuelta cuando iba a entrar al pasillo en el que estaba yo.
Todos igual de perdidos, con la misma incertidumbre, las mismas preguntas. En una época en la que ya se ha convertido en perversa norma la polarización de ideologías, de emociones, de burbujas, de relatos, en una época en la que determinadas distancias parecen insuperables, sería bueno que no olvidásemos esa empatía esencial que ahora sentimos, esas ganas de otros, esa sensación de que estamos juntos, de que somos lo mismo. Aunque no sea verdad, no siempre, no para todos. Pero hay mentiras que son necesarias, ficciones que nos ayudan a luchar contra el frío y el miedo, a sentir que no estamos solos, que aplaudimos juntos contra el tiempo.