Foto de Helena García
Empiezo a acostumbrarme. A cada página se acercan más, me rodean. No sé si sentirme protegido o amenazado. Leo muy deprisa,
leo muy despacio; no las afecta. A veces parecen cansadas pero
entonces vuelve a llover y siguen avanzando, más fuertes aún, más grandes cada
día. Ya no quiero pisar el suelo, a saber. Me agarro fuerte a las solapas. El
libro siempre abierto, tengo miedo de no poder abrirlo otra vez si lo cierro.
Me pican los dedos, la nariz, detrás de la orejas. Leo, leo, leo, a veces por
encima, a veces entre líneas. Leo una vez y otra el mismo libro. Cada vez tardo
menos en leerlo. La primera vez me lo leí en cuatro o cinco días; por entonces
podía entrar en casa, podía ir al baño, todo esto era un lujo a ratos. La
última vez me lo he leído en tres horas. El propio libro, entre otras muchas
cosas, dice que mi cerebro en realidad no necesita leer las palabras completas,
le basta con la mitad, el resto lo completa él mismo. Ahora mismo ya sólo
necesita las dos primeras palabras de cada página, las dos primeras letras de
cada palabra, Ma Ma Mayte. Imagino qué diría ella en esta situación. Habría
dicho que me sacase una manga larga para leer en el patio, por si acaso. No
tendría yo ahora este frío. Este
comienzo de costumbre.